La princesa Serafina y la reina Leonor

La princesa Serafina y la reina Leonor

Por DeepSeek
Editado por Yu May
Capítulo uno: La princesa aprende una lección
El gran salón del palacio real estaba bañado por la luz dorada del sol poniente, cuyos rayos se filtraban a través de las vidrieras y proyectaban patrones coloridos sobre el suelo de mármol pulido. El aire estaba cargado de tensión, un contraste marcado con la serenidad habitual de las estancias reales. La princesa Serafina, una niña de doce años con rizos dorados tan brillantes como el sol y un temperamento igual de ardiente, estaba en el centro de la sala, con los puños apretados y las mejillas encendidas de indignación.
"¡No puedes hacerme esto!" gritó, su voz resonando en los altos techos. "¡Soy la princesa! ¡No me encerrarán en la torre como a una vulgar criminal!"
La reina Leonor, alta y majestuosa, con su corona reluciendo bajo la luz del sol, miraba a su hija con una mezcla de exasperación y determinación. Había perdido la paciencia con los berrinches de Serafina, su negativa a seguir incluso las reglas más simples y su evidente falta de respeto hacia todos a su alrededor. Hoy, la reina había alcanzado su límite.
"Serafina," dijo la reina, con voz calma pero firme, "te he dado innumerables advertencias. Las has ignorado todas. Tu comportamiento es inaceptable, y permanecerás en tu habitación en la torre hasta que estés lista para comportarte con civismo."
La princesa golpeó el suelo con el pie, haciendo que su vestido verde esmeralda ondeara alrededor de sus tobillos. "¡No me importan tus estúpidas reglas! ¡Haré lo que quiera!"
Los labios de la reina se tensaron, y asintió a las dos doncellas que estaban cerca. Estas avanzaron, con expresiones de compasión pero decididas. Los ojos de Serafina se abrieron de par en par cuando las doncellas la tomaron suavemente pero con firmeza por los brazos.
"¡Suéltenme!" gritó, forcejeando contra su agarre. "¡No pueden hacer esto! ¡Las haré encerrar en las mazmorras!"
Pero las doncellas no cedieron, guiando a la princesa hacia una silla cercana. La reina Leonor las siguió, con el corazón apesadumbrado pero su resolución intacta. Sabía que este momento era necesario, por mucho que le doliera.
"Serafina," dijo la reina, suavizando un poco la voz, "esto no es para castigarte por rabia. Es para enseñarte. Una princesa debe aprender humildad, respeto y autodisciplina. Son cualidades que necesitarás para gobernar algún día."
Sin embargo, la princesa no estaba de humor para lecciones. Se retorcía y pataleaba mientras las doncellas la colocaban sobre el regazo de la reina, sus gritos cada vez más fuertes y desesperados. Pero la reina permaneció impasible. Con una profunda inspiración, levantó la mano y la bajó en una palmada firme y mesurada.
El sonido resonó en el salón, seguido de un instante de silencio atónito. Los ojos de Serafina se abrieron por la sorpresa, con la boca entreabierta en un jadeo mudo. Luego, al comprender lo que acababa de pasar, soltó un alarido de indignación y humillación.
La reina continuó, con palmadas constantes y deliberadas. Tras cada palmada, la reina dejaba que Serafina terminara de gemir, la reprendía y luego daba la siguiente nalgada para enfatizar. "Debes aprender a respetar a los demás…"
"¡No… ay!"
"Debes aprender a controlar tu temperamento…"
"¡Ay! ¡Para! ¡Ooooh!"
"Debes aprender a pensar antes de actuar…"
"¡Auch! ¡Por favor, no!"
"Debes aprender a obedecer…"
"¡Ay! ¡Lo haré! ¡Obedeceré! ¡Ay! ¡Waa-jaaa!"
Cuando la reina terminó, los gritos de Serafina se habían reducido a sollozos quedos. Las doncellas la ayudaron a ponerse de pie, con manos gentiles mientras alisaban su vestido y secaban sus lágrimas. La princesa se quedó allí, con la cabeza gacha, el rostro enrojecido y surcado de lágrimas.
La reina Leonor se arrodilló ante su hija, su expresión llena de amor y determinación. "¿Entiendes por qué tuvo que pasar esto, Serafina?"
La princesa asintió, con voz temblorosa. "Sí, madre."
La reina la abrazó con fuerza, con el corazón apesadumbrado pero esperanzado. "Eres mi hija, y te amo más que a nada en este mundo. Pero amar también significa enseñarte a ser la mejor persona que puedas ser. ¿Lo entiendes?"
Serafina asintió de nuevo, con las lágrimas amainando. Por primera vez en mucho tiempo, sintió un destello de algo que no pudo identificar del todo, algo que podría ser el comienzo de la comprensión.
Cuando el sol se ocultó bajo el horizonte, sumiendo el palacio en el crepúsculo, la reina Leonor tomó la mano de su hija y la condujo fuera del salón. La lección había sido impartida, pero el camino estaba lejos de terminar. Y en la quietud de la noche, la princesa comenzó a preguntarse si, tal vez, ser princesa significaba más de lo que jamás había imaginado.
Capítulo dos: Un nuevo amanecer
El sol matutino se filtraba por las altas ventanas de la alcoba de la princesa Serafina, bañando la habitación con un resplandor cálido. La princesa yacía en su cama con dosel, las sábanas de seda suave enredadas en sus piernas. Sus ojos se abrieron lentamente, y por un momento, simplemente contempló los intrincados patrones del techo, con la mente aún nublada por el sueño.
Entonces, los recuerdos de la noche anterior regresaron en tropel. Sus mejillas se sonrojaron con una mezcla de vergüenza y arrepentimiento al recordar las nalgadas que había recibido de su madre. Se movió incómoda, el leve dolor sirviéndole como recordatorio de la lección aprendida.
Serafina se incorporó, con sus rizos dorados cayendo sobre los hombros. Miró alrededor de la habitación, deteniendo la vista en el ornamentado espejo frente a su cama. Por primera vez en mucho tiempo, no vio a una princesa en su reflejo. Vio a una niña, una niña que había sido egoísta, caprichosa y desconsiderada.
Un suave golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos. "Adelante," dijo, con una voz más baja de lo habitual.
La puerta crujió al abrirse, y una doncella de rostro amable llamada Lila entró con una bandeja de desayuno. "Buenos días, Alteza," dijo Lila con una cálida sonrisa. "Le traje fruta fresca y pasteles."
"Gracias," murmuró Serafina, con la mirada baja.
Lila colocó la bandeja en la mesita junto a la ventana y dudó un momento. "¿Está todo bien, princesa?"
Serafina levantó la vista, sus ojos azules llenos de incertidumbre. "Lila… ¿crees que soy una mala persona?"
La expresión de Lila se suavizó, y se acercó a sentarse al borde de la cama. "Oh, pequeña, nadie piensa que eres una mala persona. Solo estás… aprendiendo. Todos cometemos errores, pero lo que importa es cómo crecemos a partir de ellos."
La princesa asintió lentamente, retorciendo el borde de la sábana con los dedos. "No quiero ser una princesa mimada nunca más," admitió en voz baja. "No quiero ser egoísta ni cruel."
Lila extendió la mano y dio una suave palmada en la mano de Serafina. "Entonces no lo seas. Cada día es una nueva oportunidad para ser mejor. Y sé que puedes lograrlo."
Serafina esbozó una pequeña sonrisa, sintiendo un destello de esperanza. "Gracias, Lila."
Tras el desayuno, la princesa se vistió con un sencillo pero elegante vestido de color lavanda suave, que le recordaba al cielo matutino. Respiró hondo y salió de sus aposentos, decidida a enfrentar el día con una nueva actitud.
Mientras caminaba por los pasillos del palacio, notó a los sirvientes ocupados en sus tareas. Normalmente, los habría ignorado o exigido que se apartaran de su camino. Pero hoy, se detuvo y ofreció una sonrisa cortés. "Buenos días," dijo a una joven doncella que llevaba una pila de sábanas.
La doncella levantó la vista, sorprendida pero complacida. "Buenos días, Alteza," respondió con una reverencia.
Serafina continuó su camino, sintiendo una pequeña satisfacción. Se dirigió a los jardines reales, su lugar favorito en el palacio, lleno de flores vibrantes, fuentes burbujeantes y senderos sinuosos. Hoy, encontró a su madre sentada en un banco de piedra, con un libro en las manos.
La reina Leonor levantó la vista cuando su hija se acercó, con una expresión calma pero curiosa. "Buenos días, Serafina."
"Buenos días, madre," respondió la princesa, con voz firme. Dudó un momento antes de sentarse a su lado.
La reina cerró su libro y lo dejó a un lado, girándose para mirar a su hija. "¿Cómo te sientes hoy?"
Serafina bajó la mirada hacia sus manos, sus dedos trazando nerviosamente el bordado de su vestido. "He estado pensando… sobre ayer. Lo siento, madre. Sé que he sido… difícil."
Los ojos de la reina se suavizaron, y extendió la mano para levantar suavemente la barbilla de su hija. "Serafina, estoy orgullosa de ti por decir eso. Se necesita valor para admitir cuando nos equivocamos."
La princesa sostuvo la mirada de su madre, con los ojos llenos de determinación. "Quiero ser mejor. Quiero ser una princesa de la que puedas estar orgullosa."
La reina sonrió, con el corazón henchido de amor y esperanza. "Ya estoy orgullosa de ti, querida. Pero estoy aún más orgullosa de verte dar pasos para crecer y aprender. Eso es lo que significa ser una verdadera realeza: no solo llevar una corona, sino tener la fuerza para mejorar y cuidar de los demás."
Serafina asintió, sintiendo un renovado sentido de propósito. "Lo intentaré, madre. Lo prometo."
La reina abrazó cálidamente a su hija, con el corazón lleno de esperanza para el futuro. Mientras permanecían juntas en el tranquilo jardín, la princesa sintió una calma que no había conocido en mucho tiempo. Sabía que el camino por delante no sería fácil, pero por primera vez, estaba lista para enfrentarlo.
Capítulo tres: Una conversación de corazón
El sol estaba alto en el cielo, proyectando un resplandor dorado sobre los jardines del palacio. La princesa Serafina estaba sentada al borde de una fuente de piedra, con los dedos rozando el agua fresca mientras ordenaba sus pensamientos. Había pasado la mañana reflexionando sobre su conversación con su madre y los cambios que quería hacer en su comportamiento. Pero aún había algo que le pesaba, algo que necesitaba preguntar.
Respirando hondo, Serafina se levantó y alisó su vestido de lavanda. Encontró a su madre en la biblioteca real, sentada en un gran escritorio de roble con una pila de pergaminos y cartas frente a ella. La reina levantó la vista cuando su hija entró, con una expresión cálida pero curiosa.
"Madre," comenzó Serafina, con voz suave y titubeante, "¿podemos hablar? ¿A solas?"
La reina Leonor dejó su pluma y asintió. "Por supuesto, querida." Hizo un gesto hacia un par de sillones acolchados junto a la ventana, y ambas se sentaron, con la luz del sol entrando a su alrededor.
Serafina retorcía las manos en su regazo, con las mejillas ligeramente sonrojadas. "He estado pensando… sobre lo que pasó ayer. Las… las nalgadas," dijo, con voz apenas audible. "Me hicieron darme cuenta de lo horrible que he sido. No quiero ser así nunca más. Pero… quiero entender. ¿Qué cosas… me harían merecer unas nalgadas en el futuro? Para poder evitarlas."
La reina observó a su hija por un momento, con el corazón henchido de orgullo por la madurez y disposición de Serafina para aprender. Extendió la mano y tomó la de su hija, dándole un suave apretón. "Me alegra que lo preguntes, Serafina. Demuestra que hablas en serio sobre cambiar. Déjame explicarte."
La reina se recostó en su silla, con una expresión pensativa. "Antes que nada, unas nalgadas no son algo que quiera darte por enojo o frustración. Son una herramienta para ayudarte a aprender y crecer, no para herirte o humillarte. ¿Lo entiendes?"
Serafina asintió, con sus ojos azules abiertos y atentos.
"Bien," continuó la reina. "Ahora, hay ciertos comportamientos que siempre resultarán en unas nalgadas. Son acciones que muestran falta de respeto, responsabilidad o autocontrol. Déjame darte algunos ejemplos."
Levantó un dedo. "Uno: desobediencia deliberada. Si tu padre o yo te damos una orden directa, algo que sea por tu seguridad o el bien del reino, y te niegas a seguirla, eso merecerá unas nalgadas. Por ejemplo, si te digo que no salgas de los terrenos del palacio sin escolta y te escapas de todos modos, eso sería una ofensa grave."
Serafina asintió, con las mejillas sonrojadas al recordar ocasiones en las que había hecho precisamente eso.
La reina levantó un segundo dedo. "Dos: falta de respeto. Esto incluye responder mal, hacer berrinches o ser grosera con los demás, ya sea conmigo, con tu padre, con los sirvientes o con cualquier otra persona. Una princesa debe mostrar siempre amabilidad y respeto, incluso cuando está molesta."
Serafina se mordió el labio, pensando en las muchas veces que había hablado bruscamente a las doncellas o gritado a sus tutores.
"Tres," dijo la reina, levantando un tercer dedo, "mentir o engañar. La honestidad es una de las cualidades más importantes que puede tener un gobernante. Si me mientes, a tu padre o a cualquier otra persona, eso resultará en unas nalgadas. ¿Entiendes?"
"Sí, madre," dijo Serafina en voz baja.
"Finalmente," dijo la reina, suavizando el tono, "hay momentos en los que tus acciones podrían ponerte a ti o a otros en peligro. La imprudencia, como trepar demasiado alto en un árbol o salir corriendo sin decir a nadie a dónde vas, también merecerá unas nalgadas. Tu seguridad es mi máxima prioridad, y necesito saber que puedes tomar decisiones sensatas."
Serafina asintió de nuevo, con una expresión seria. "Entiendo, madre. Haré lo mejor para seguir esas reglas."
La reina sonrió y extendió la mano para apartar un mechón de cabello del rostro de su hija. "Sé que lo harás, querida. Y recuerda, unas nalgadas no son el fin del mundo. Son una oportunidad para aprender y crecer. Si alguna vez te las mereces, no significa que te quiera menos. Solo significa que me importas lo suficiente como para ayudarte a ser la mejor versión de ti misma."
Serafina sintió un nudo en la garganta y se lanzó a los brazos de su madre en un abrazo apretado. "Gracias, madre. Te quiero."
"Yo también te quiero, Serafina," respondió la reina, abrazándola fuerte. "Más que a nada en este mundo."
Mientras permanecían juntas bajo la cálida luz del sol, Serafina sintió una claridad y determinación renovadas. Sabía que el camino por delante no sería fácil, pero con la guía y el amor de su madre, estaba lista para enfrentarlo. Y por primera vez en mucho tiempo, se sintió verdaderamente esperanzada sobre el futuro.
Capítulo cuatro: Tentación y triunfo
A la mañana siguiente, la princesa Serafina despertó con un sentido de propósito. El sol se asomaba por sus cortinas, proyectando un suave resplandor en su habitación. Se estiró y se incorporó, con la mente ya repasando la conversación que había tenido con su madre el día anterior. Las reglas estaban claras, y estaba decidida a seguirlas.
Tras vestirse con un sencillo pero elegante vestido, Serafina se dirigió al comedor para desayunar. El palacio estaba lleno de actividad, con sirvientes apresurados y el aroma del pan recién horneado llenando el aire. Saludó a todos los que pasaba con una sonrisa cortés, recibiendo a cambio asentimientos sorprendidos pero complacidos.
Al entrar en el comedor, encontró a su madre ya sentada a la larga mesa, tomando té y revisando una pila de cartas. La reina Leonor levantó la vista y sonrió cálidamente. "Buenos días, Serafina. ¿Dormiste bien?"
"Buenos días, madre," respondió Serafina, tomando asiento. "Sí, dormí bien. Gracias."
Ambas disfrutaron de un desayuno tranquilo juntas, con la reina compartiendo ocasionalmente anécdotas divertidas de las cartas que leía. Serafina escuchaba con atención, sintiendo una cercanía que no había experimentado en mucho tiempo.
Tras el desayuno, Serafina decidió explorar los jardines del palacio. Las flores estaban en plena floración, sus colores vibrantes un deleite para la vista. Mientras paseaba por los senderos sinuosos, notó a un grupo de niños jugando justo más allá de las puertas del palacio. Sus risas llegaban con la brisa, y Serafina sintió un anhelo. Siempre había estado confinada a los terrenos del palacio, con cada movimiento vigilado y custodiado.
Dudó, con el corazón acelerado mientras consideraba la posibilidad de escaparse para unirse a ellos. Sería tan fácil: un rápido sprint a través de las puertas, y sería libre, aunque solo por un momento. La tentación era fuerte, y por un instante, dio un paso adelante.
Pero entonces, recordó las palabras de su madre del día anterior. "Si te digo que no salgas de los terrenos del palacio sin escolta y te escapas de todos modos, eso sería una ofensa grave." También recordó las nalgadas que había recibido, el escozor aún fresco en su mente. Más que eso, recordó la decepción en los ojos de su madre.
Serafina respiró hondo y dio un paso atrás. No, pensó con firmeza. No romperé las reglas. No decepcionaré a madre otra vez.
Se alejó de las puertas y regresó al palacio, con el corazón aún latiendo fuerte pero su resolución firme. Al entrar en el gran salón, encontró a su madre hablando con uno de los consejeros. La reina notó a su hija y se excusó, acercándose con una expresión curiosa.
"Serafina, ¿está todo bien? Te ves un poco sonrojada," dijo la reina, colocando una mano gentil en el hombro de su hija.
Serafina asintió, con la voz ligeramente temblorosa. "Yo… estuve tentada de romper una de tus reglas, madre. Quería escaparme del palacio para jugar con los niños fuera de las puertas. Pero recordé lo que dijiste, y… no lo hice."
Los ojos de la reina se suavizaron, y se arrodilló para encontrarse con la mirada de su hija. "Oh, Serafina, estoy tan orgullosa de ti. Resistir la tentación no es fácil, pero tomaste la decisión correcta. Eso demuestra verdadera fuerza y madurez."
Serafina sintió una oleada de alivio y orgullo. "Solo… no quería decepcionarte otra vez."
La reina la abrazó cálidamente. "Nunca podrías decepcionarme de verdad, querida. Siempre estoy orgullosa de ti, pero hoy, me has dado aún más razones para estarlo. Elegir hacer lo correcto, incluso cuando es difícil, es lo que hace a una gran princesa… y a una gran persona."
Serafina abrazó a su madre con fuerza, sintiendo una satisfacción que no había conocido antes. "Gracias, madre. Seguiré intentando hacerte sentir orgullosa."
"Sé que lo harás," dijo la reina, poniéndose de pie y tomando la mano de su hija. "Ahora, ¿qué tal si damos un paseo juntas? Creo que te has ganado una pequeña recompensa por tu buen comportamiento."
Mientras paseaban por los jardines, de la mano, Serafina sintió una profunda sensación de satisfacción. Sabía que habría más desafíos por delante, pero por ahora, estaba feliz. Había enfrentado la tentación y había triunfado, y con el amor y la guía de su madre, sabía que podía seguir creciendo y mejorando.
Capítulo cinco: La caída
El sol matutino proyectaba un resplandor dorado sobre el palacio, pero el ánimo de la princesa Serafina estaba lejos de ser luminoso. Había pasado el día anterior resistiendo la tentación y ganándose los elogios de su madre, pero hoy, un nuevo desafío se presentaba, uno que pondría a prueba su resolución aún más.
Serafina estaba sentada en el gran salón, con su bastidor de bordado en la mano, aunque su mente estaba muy lejos de las delicadas puntadas que se suponía debía crear. Al otro lado de la sala, su madre estaba inmersa en una conversación con uno de los consejeros reales, discutiendo asuntos de estado. La princesa las miró, sus dedos jugueteando con el hilo. Le habían dicho que se quedara en el salón y practicara su bordado hasta que su madre terminara, pero la tarea le parecía insoportablemente aburrida.
Su mirada se desvió hacia la ventana abierta, desde donde llegaban risas y charlas desde el patio de abajo. Un grupo de mozos de cuadra y lecheras había terminado sus tareas matutinas y ahora jugaba un animado juego de persecución. El corazón de Serafina anhelaba unirse a ellos. Solo se le había permitido jugar con los hijos de los nobles, y ninguna familia noble había visitado el palacio en semanas. La tentación de escaparse y jugar con los niños comunes era casi insoportable.
Al principio, resistió. Recordó las reglas de su madre y las consecuencias de romperlas. Pensó en las nalgadas que había recibido apenas unos días atrás y en la promesa que había hecho de ser mejor. Pero a medida que pasaban los minutos y las risas se hacían más fuertes, su resolución comenzó a flaquear.
Solo por un ratito, pensó. Madre ni siquiera notará que me fui.
Con una rápida mirada para asegurarse de que nadie la observaba, Serafina dejó su bordado y salió sigilosamente del salón. Su corazón latía con fuerza mientras recorría los pasillos del palacio, con pasos ligeros y rápidos. Llegó al patio y dudó, observando al grupo de niños. Parecían tan despreocupados, tan felices. Quería ser parte de eso, aunque solo fuera por un momento.
Respirando hondo, Serafina dio un paso adelante. "Hola," dijo, con la voz ligeramente temblorosa. "¿Puedo jugar también?"
Los niños se volvieron para mirarla, con los ojos abiertos de reconocimiento. "¡Eres la princesa!" exclamó uno de ellos.
Serafina asintió, con las mejillas sonrojadas. "Sí, pero… solo quiero jugar, como ustedes."
Los niños se miraron entre sí, y uno de ellos sonrió. "¡Claro! ¡Puedes ser la que persigue!"
El alivio y la emoción invadieron a Serafina mientras se unía al juego. Por primera vez en lo que parecía una eternidad, se sintió como una niña normal, riendo y corriendo sin preocupaciones en el mundo. Las reglas, las consecuencias, las advertencias de su madre, todo se desvaneció mientras se perdía en la alegría del momento.
Pero el momento no duró.
"¡Princesa Serafina!"
La voz cortante atravesó las risas como un cuchillo. Serafina se quedó helada, con el corazón en un puño al volverse y ver a su madre de pie al borde del patio, su expresión una mezcla de enojo y decepción. Los otros niños se dispersaron, dejando a Serafina sola, con el vestido arrugado y el rostro sonrojado por la carrera.
"Madre, yo…" comenzó Serafina, pero la reina levantó una mano, silenciándola.
"Ni una palabra," dijo la reina Leonor, con voz fría y firme. "Ven conmigo. Ahora."
El estómago de Serafina se revolvió mientras seguía a su madre de regreso al palacio, su alegría anterior reemplazada por un creciente temor. Había roto las reglas, deliberada y conscientemente. Había dejado que su deseo de diversión superara su buen juicio, y ahora tendría que enfrentar las consecuencias.
Mientras caminaban por el gran salón hacia los aposentos privados de la reina, la mente de Serafina era un torbellino. Pensó en las nalgadas que había recibido apenas unos días atrás, el escozor aún fresco en su memoria. Pensó en la promesa que había hecho de ser mejor, y en lo rápido que la había roto. Y pensó en la expresión en el rostro de su madre, una mirada que decía que esperaba más de su hija.
Cuando llegaron a los aposentos de la reina, Serafina se quedó en el centro de la habitación, con las manos fuertemente entrelazadas frente a ella. No se atrevía a levantar la vista, con los ojos fijos en el suelo mientras esperaba que su madre hablara.
La reina cerró la puerta tras ellas y se volvió para enfrentar a su hija, con una expresión indescifrable. "Serafina," comenzó, con voz calma pero severa, "¿recuerdas las reglas que discutimos?"
Serafina asintió, con la garganta apretada. "Sí, madre."
"Y ¿recuerdas qué dije que pasaría si rompías esas reglas?"
Otro asentimiento, esta vez acompañado de una lágrima que resbaló por su mejilla. "Sí, madre."
La reina suspiró, con los hombros ligeramente caídos. "Estoy decepcionada, Serafina. No solo porque rompiste las reglas, sino porque sabías que estaba mal. Tuviste una opción, y elegiste desobedecerme."
Las lágrimas de Serafina ahora fluían libremente, su pecho subiendo y bajando con sollozos silenciosos. "Lo siento, madre. Solo… quería jugar con ellos. Quería ser una niña normal."
La expresión de la reina se suavizó, pero su resolución permaneció firme. "Lo entiendo, querida. Pero no eres una niña normal. Eres una princesa, y eso conlleva responsabilidades. No puedes hacer simplemente lo que quieras. ¿Lo entiendes?"
Serafina asintió, con voz apenas audible. "Sí, madre."
La reina dio un paso adelante y tomó suavemente la mano de su hija. "Ven. Es hora de tu castigo."
El corazón de Serafina se hundió mientras seguía a su madre por las escaleras hacia la habitación de la reina. Sabía lo que venía, y aunque lo temía, también sabía que lo merecía.
Capítulo seis: La lección aprendida
Los aposentos privados de la reina estaban en silencio, salvo por el suave roce de la tela mientras la reina Leonor se acomodaba en una silla de respaldo recto, enmarcada por la luz de la ventana.
La princesa Serafina sollozaba, con las manos fuertemente entrelazadas frente a ella, la cabeza gacha por la vergüenza, y se sentía avergonzada de sentir lágrimas brotando en sus ojos. La luz del sol que entraba por las ventanas parecía casi burlona en su alegría, un contraste marcado con la pesada atmósfera de la habitación. Serafina se sentó erguida y resuelta, con una expresión calma pero firme. "Ven aquí, Serafina."
La princesa dudó, sintiendo los pies como si estuvieran clavados al suelo. "Madre, yo…" comenzó, con voz temblorosa.
La reina levantó una mano, silenciándola. "Ya hemos hablado de esto. Conocías las reglas, y elegiste romperlas. Ahora, ven aquí."
Los hombros de Serafina se hundieron, y avanzó arrastrando los pies, con el corazón latiendo con fuerza. Se detuvo frente a su madre, con la mirada baja. "Lo siento," susurró.
"Sé que lo sientes, querida," respondió la reina, suavizando ligeramente el tono. "Pero sentirlo no borra lo que hiciste. Las acciones tienen consecuencias, y es importante que aprendas de esto."
Serafina asintió, aunque su estómago se retorcía de temor. Sabía lo que venía, y el pensamiento le hacía arder las mejillas de humillación.
La reina tomó suavemente la mano de su hija y la guio sobre su regazo. La respiración de Serafina se entrecortó al sentir la mano de su madre descansar en su espalda, estabilizándola. La posición era desconocida e incómoda, y se removió ligeramente, con el rostro sonrojado.
"Serafina," dijo la reina, con voz firme pero no cruel, "esto no es para humillarte. Es para ayudarte a recordar. ¿Lo entiendes?"
La princesa asintió, con voz apenas audible. "Sí, madre."
La reina levantó la mano y la bajó en una palmada firme y mesurada. El sonido resonó en la habitación, y Serafina jadeó, más por la sorpresa que por el dolor. La segunda palmada siguió rápidamente, y luego una tercera, cada una aterrizando con precisión deliberada.
Serafina apretó los puños, decidida a no llorar. Ella misma se había buscado esto, lo sabía, y no quería parecer débil. Pero a medida que las nalgadas continuaban, el escozor comenzó a acumularse, y su resolución empezó a flaquear.
"¡Ay, madre!" exclamó tras la quinta palmada, con la voz teñida de dolor e indignación.
La reina hizo una pausa, con la mano descansando en la espalda de su hija. "¿Recuerdas por qué estamos haciendo esto?" preguntó.
"Porque rompí las reglas," respondió Serafina, con voz temblorosa.
"Así es," dijo la reina. "Y ¿qué regla rompiste?"
"Yo… salí de la torre sin permiso," admitió Serafina, con las mejillas ardientes.
La reina asintió y reanudó las nalgadas, con palmadas constantes y deliberadas. Serafina se retorcía, el escozor cada vez más difícil de ignorar. Para la décima nalgada, las lágrimas brotaban en sus ojos, y su respiración era entrecortada.
"Madre, por favor," gimió, con la voz quebrándose.
La reina hizo otra pausa, con la mano descansando suavemente en la espalda de su hija. "¿Por favor qué, Serafina?" preguntó, con tono calmado pero firme.
"Por favor, para," susurró la princesa, con voz apenas audible.
La reina suspiró, con el corazón apesadumbrado por su hija pero sabiendo que debía seguir adelante. "Aún no, querida. Necesitas entender la gravedad de lo que hiciste. Escaparte así pudo haberte puesto en peligro. ¿Lo entiendes?"
Serafina asintió, con una lágrima resbalando por su mejilla. "Sí, madre."
La reina reanudó las nalgadas, con palmadas un poco más firmes ahora. La resolución de Serafina se derrumbó, y comenzó a llorar abiertamente, con sus sollozos llenando la habitación. El corazón de la reina se desgarraba, pero sabía que esto era necesario. Continuó hasta estar segura de que la lección había calado, luego se detuvo y ayudó suavemente a su hija a ponerse de pie.
Serafina se quedó frente a ella, con el rostro surcado de lágrimas, las manos aferrando sus faldas. La reina extendió los brazos y la atrajo en un abrazo apretado, con sus propios ojos brillando con lágrimas contenidas.
"Lo siento tanto, madre," sollozó Serafina, enterrando el rostro en el hombro de su madre.
"Sé que lo sientes, querida," respondió la reina, acariciando el cabello de su hija. "Y te perdono. Pero debes recordar esta lección. Ser princesa significa hacer sacrificios y seguir reglas, incluso cuando es difícil. ¿Lo entiendes?"
Serafina asintió, con las lágrimas amainando mientras se aferraba a su madre. "Lo entiendo. Haré mejor, lo prometo."
La reina besó la coronilla de su hija, con el corazón henchido de amor y orgullo. "Sé que lo harás, Serafina. Y estoy tan orgullosa de ti por enfrentar esto con valentía. No es fácil admitir cuando nos equivocamos, pero es una parte importante de crecer."
Serafina sorbió y miró a su madre, con sus ojos azules llenos de gratitud. "Gracias, madre. Te quiero."
"Yo también te quiero, querida," respondió la reina, abrazándola fuerte. "Más que a nada en este mundo."
Mientras permanecían juntas en la quietud de la alcoba, Serafina sintió una paz que no había conocido en mucho tiempo. La lección había sido dura, pero también necesaria. Y con el amor y la guía de su madre, sabía que podía enfrentar cualquier desafío que le deparara el futuro.
Fin

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